La encerrona doméstica que la mayoría de los países del mundo ha impuesto a sus ciudadanos para evitar el contagio de la COVID–19 (coronavirus disease) ha hecho que muchos añoremos como nunca el aire libre y la naturaleza, pero que también –y con razón– nos preguntemos: ¿qué hicimos mal para que la humanidad sufra este castigo?  

Mientras todos los medios de comunicación del planeta resaltaban la reducción de la contaminación atmosférica de diversas ciudades del orbe durante la pandemia (del orden del 30 al 60% de reducción del dióxido de nitrógeno), y la inusual presencia de animales silvestres en zonas urbanas, aparecieron nuevos estudios que ponen de relieve la vinculación de esta pandemia, y de la salud humana en general, con el maltrato a la naturaleza.

Los animales libres en su medio no son el peligro, sino los animales estresados porque sus hábitats naturales han sido destruidos y degradados

Por citar solo algunos ejemplos: según un estudio realizado por la Universidad de Harvard, un incremento de apenas 1 microgramo por m³ en partículas contaminantes en el aire está asociado con un 8% de incremento en la tasa de mortalidad por la COVID–19. Otra investigación del Centro Médico de la Universidad de Rochester demostró que la exposición materna a ciertos contaminantes industriales muy comunes puede dañar el sistema inmunológico no solo de la persona expuesta, sino de la descendencia, ya que esta lesión se transmite a las generaciones posteriores, debilitando las defensas del cuerpo contra infecciones como las de los virus. Cabe por eso preguntarse: ¿a qué estamos condenando a las futuras generaciones?

La OCDE, a la que aspira integrarse el Perú, publicó a finales de abril un denso documento sobre la urgencia de mejorar la salud ambiental, incluyendo la calidad del aire y el agua, el manejo de los residuos y la protección de la biodiversidad, como una estrategia de reducción de la vulnerabilidad de la población ante pandemias como la actual, y para mejorar el bienestar en general de la población. Esto es más que importante si cabe en Perú, un país megadiverso donde casi un tercio de la población todavía vive en zonas rurales y su economía depende en buena medida de la salud y productividad de los ecosistemas. El documento también pone de relieve que la contaminación incrementa el riesgo de enfermedades que hacen más vulnerables a las personas a la COVID–19, al tiempo que la protección de la biodiversidad es una de las claves para combatir la expansión de pandemias.

Consumir productos de la agricultura familiar ayuda a reforzar nuestro sistema inmune y a conservar nuestra agrobiodiversidad y las culturas asociadas.

Es bien sabido que la pandemia de la COVID–19 no apareció por casualidad, como no lo han hecho las epidemias que la precedieron. Ha surgido y prosperado gracias a la reducción y degradación de los ecosistemas naturales (originalmente productivos y diversos, donde las especies se autorregulan) para extraer recursos valiosos o para sustituir hábitats diversos -que albergan miles de especies- por monocultivos de baja diversidad y alto uso de agroquímicos, y por enormes granjas industriales de apenas tres o cuatro especies de animales.

Según los expertos, más del 60% de enfermedades infecciosas emergentes (zoonosis) tienen origen animal. Las zoonosis causan cada año millones de muertes en el mundo e infectan a aproximadamente 1,000 millones de personas. Pero los animales libres en su medio no son el peligro, sino los animales estresados y con alta carga viral debido a que sus hábitats naturales han sido destruidos y degradados, y sus poblaciones han visto reducidas sus poblaciones, y por tanto su variabilidad genética, haciéndolas más susceptibles a contagios; o bien porque están sometidos a condiciones horrendas de cautividad y promiscuidad con otras especies, como las que se conocen de los llamados “mercados húmedos” de Asia.

Como han puesto de relieve expertos como Fernando Valladares, del CSIC de España, las pandemias pueden y deben ser evitadas, y la clave está en el ambiente: “Un medio ambiente que funcione bien, que contenga el adecuado y correcto número de especies y de relación entre las especies. Un ecosistema que funcione bien cumple muchas funciones. Y una (…) es la de amortiguar una zoonosis, una enfermedad infecciosa.”

Sabemos que los patógenos, incluyendo los virus, hongos y bacterias, están en el medio ambiente y debemos convivir con ellos. Es más, no podemos vivir sin ellos: unos 100 billones de bacterias habitan en nuestro cuerpo, una por cada célula aproximadamente, y por cierto cumplen importantes funciones. Por ejemplo, las que viven en nuestra piel la protegen y evitan infecciones por otros organismos dañinos. Otras bacterias ayudan en la digestión. De modo análogo a lo que ocurre con ecosistemas naturales, el problema surge cuando estos sistemas orgánicos equilibrados son alterados. Por ejemplo, los hábitos de consumo modernos (con abuso de alimentos ultraprocesados y cargados de aditivos, cosméticos, medicamentos, etc.) debilitan la flora bacteriana beneficiosa de nuestra piel, de nuestras vías respiratorias y del aparato digestivo, lo que nos hace más vulnerables a infecciones con patógenos realmente dañinos.

Mantener los ecosistemas saludables y funcionales ayuda a prevenir zoonosis; es como una “vacuna” contra futuras pandemias, según algunos expertos

Las enfermedades llamadas ‘modernas’ como la diabetes, el asma, las alergias, las enfermedades autoinmunes y degenerativas, e incluso la obesidad, están muy relacionadas con esos hábitos de consumo y la exposición constante a diversos contaminantes en nuestras hiperindustrializadas sociedades, que dejan al sistema inmune sin estímulos y debilitado. No por casualidad, estas enfermedades están ausentes en pueblos indígenas con hábitos de consumo tradicionales y dietas muy variadas, pero aparecen rápidamente en cuanto adquieren esos hábitos ‘modernos’. Es una lección a aprender: consumiendo más productos de la agrobiodiversidad y de la agricultura familiar, así como los cosechados sosteniblemente de nuestro mar, de nuestros bosques y lagos, no solo estaremos mejor alimentados y reforzaremos nuestro sistema inmune, sino que contribuiremos con la conservación de la biodiversidad y del estilo de vida y la economía de nuestras comunidades indígenas y campesinas.

Las enfermedades llamadas “modernas” están asociadas con el excesivo consumo de productos ultraprocesados, y están ausentes en poblaciones que consumen productos naturales.

Hay señales de esperanza, pese a todo. El Movimiento “Una Salud” (One Health) que impulsan diversas organizaciones, entre ellas varias agencias de la ONU, constituye un esfuerzo global para lograr mejoras en la salud humana, animal y del ambiente, bajo la premisa de que la salud del planeta y la salud humana son inseparables. Por otro lado, cada vez se conoce de más iniciativas en la línea de una ‘economía verde’, ‘economía circular’, y el movimiento de empresas llamadas “Tipo B”, que apuntan a un cambio, todavía tímido ciertamente, en la dirección correcta.

El tema del Día Mundial del Ambiente, que celebramos el 5 de junio, este año es pertinente: “Biodiversidad: la hora de la Naturaleza”. Es un momento muy oportuno para reflexionar sobre nuestra relación con los ecosistemas naturales, las especies y la diversidad genética que nos dan la vida, e impulsar cambios. La “Generación de la Pandemia”, esos niños que han sufrido hoy un largo encierro por culpa de los comportamientos de sus mayores, es probable que haga la diferencia en las próximas décadas, cuando tomen las riendas de esta despreocupada sociedad y promuevan una profunda y duradera reconciliación y revinculación con la naturaleza. Esperemos que no sea tarde…


Fotos: José Alvarez